miércoles, 12 de agosto de 2015


No había vuelto a este chino desde que vimos la cucaracha corretear entre las bandejas del buffet. También era verano y el sashimi de salmón flotaba en un charco de hielos mortecinos. No os diré donde está para evitar curiosos; me reservo la buena mierda para mí y los míos. Lo que sí traigo es un cuento que escribí en alguna de las sobremesas, de la época en la que venía a comer aquí una o dos veces por semana. Recuerdo que lo anoté en el móvil, sin tildes ni puntuación, en lo que apuraba un café. Literatura rápida, espero que no os repita.    

Cuento chino:

Tenía una obsesión y era ser karateca, como en las viejas pelis de Bruce Lee, luchar contra veinte y salir airoso. Aprendió Kung-fu en el gimnasio de su barrio, memorizó las catas y peleó en algún torneo, pero le sabía a poco. Él quería uno contra veinte, pegar duro, romperse la ropa defendiendo su honor. 

Tras dejar la escuela, intentó olvidar el tema por un tiempo. Un día, a principios de mes, fue a comer al chino del centro comercial para celebrar que había cobrado. Eligió lo de siempre: Menú Thai nº 2. Al terminar, mientras hacía trozos los palillos, tuvo una brillante idea. Ni café ni hostias. Se dirigió a la puerta sin pagar y antes de salir gritó, ¡hasta luego, mierdas!

Enfiló como un rayo hacia el parking, dando saltos por la escalera mecánica. Dos camareros salieron tras él gritando en chino. Por fin había llegado el gran día, pensó. No eran veinte pero sería un combate memorable. Iba riendo, excitado, cuando frenó en seco para adoptar la primera posición de ataque. Se giró y una patada voladora le dio de lleno en la frente. ¡Una patada voladora! Cayó al suelo desplomado y cuando recuperó el sentido, la policía ya estaba allí para llevarlo a comisaría. FIN.

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